La mayoría de las veces sucedía con todos sentados a la mesa. Algo, alguno de nosotros, había hecho para provocar la reacción, el enojo y reto de mi madre o padre y si era muy grave, de ambos.
Si yo no era el culpable, a partir de ese momento y por los siguientes cinco o diez minutos me convertía en un ángel. En el hijo ejemplar. El que toda madre querría tener. Automáticamente se borraban todos mis pecados. No haber ido a bañarme cuando me lo pidieron, mis pésimas calificaciones en el boletín (bueno, quizás no tanto) o la cagada que pude haber hecho en la última semana, de todo eso, quedaba repentinamente indultado.
No es que no lo quería, a ellos, mis hermanos, compañeros de sangre, personas que… ¿cómo puede ser que tenía que verlas todo el tiempo? Mas bien, todo lo contrario. Incluso, si me agarraban distraído, hasta hubiera podido reconocer que los quería mucho. Pero a pesar de quererlos y ni siquiera haber estado peleados en ese momento, cuando mis padres empezaban a retarlos, había algo en mí que disfrutaba y gozaba. No de que ellos estuvieran mal frente a mis padres, sino de lo muy bien mío. En mi cabeza surgía una rápida autoevaluación de desempeño como hijo y podía escuchar, con la misma voz de mi madre, muy bien, Juan Ignacio.
Y después de que sentía estas palabras como ciertas, buscaba la mirada de mis padres. Entre reto y reto, buscaba interceptar sus ojos con los míos, con la intención de ser tomado como ejemplo para la humanidad.
Hasta ahí, un comportamiento natural. Normal dentro de los códigos entre hermanos. Nada que ellos nunca hayan hecho cuando el que estuviera en el banquillo fuera yo.
Pero había una reacción, un comportamiento que rompía automática e irreversiblemente todo código existente entre quienes compartíamos padre y madre. Se daba cuando retaban a uno de nosotros y el otro hacía explícita su satisfacción. Y se volvía más latente cuando aquel compañero de chocolatada con galletitas, durante el reto, comenzaba a ladear su cabeza con gesto de reprobación. Con cada movimiento acentuaba cada palabra que salía de la boca de mis padres. Compartía la reprobación y fruncía su ceño con indignación. Y la traición era más dolorosa a medida que aumentaba el reto hasta que se pronunciaba la penitencia correspondiente y en ese momento aquel estafador de afectos dejaban escapar una sonrisa victoriosa. Incluso me animo a arriesgar que dentro de su mente se hubiera podido escuchar, y yo me voy a encargar de que la cumpla.
Y cuando ya no había posibilidad de negociación de juguetes o derechos que pudiera remediar aquella situación, cuando ya estaba todo perdido nosotros, este roomate del corazón de mis padres, todavía tenía una jugada más. Rompía el silencio que llegaba después del reto y hacía mención de algún logro personal escolar o deportivo, que luego justificaría haberlo hecho con el objetivo de cambiar de tema y salvarme de esa situación.
Un golpe así era cruzar el límite. Era ir por todo. Porque, después de esa jugada, ¿qué esperabas, que me echen de la casa? ¿Que te dejaran ver porno y faltar al colegio? ¿Que te heredaran en vida? ¡Qué valor había que tener! ¡Qué seguro tenía que estar de sus notas, de su conducta! Restaban muchos años bajo el mismo techo y en algún momento se iba a descuidar…
Pero la realidad, por suerte, es que no fueron tantas las veces que actuábamos con tanta deslealtad. Unas cuadras más acá en nuestra hermandad, una vez que terminaban de retar a uno y habiéndose ufanado lo suficiente el otro, surgía entre nosotros una conversación muda. El acusado se justificaba y levantaba sus hombros, mientras que el hermano le devolvía una mueca contemplativa que surgía de sus labios. Si la tuviera que poner en palabras, su significado sería… sí boludo, qué cagada. No puedo hacer nada, aguantá… Y recién en ese momento yo podía sentir su tristeza y casi me arrepentía de ser tan bueno.
Cosas naturales que pasan en toda familia… El día de mañana vamos a ser nosotros los que cuidemos de nuestros padres y una última conclusión que saco es que quién sea «mejor hijo» va a ser al que le toque la peor parte… para pensarlo.
Con cariño a Pili y Manu.
Deja una respuesta