Siempre que se junte un grupo de personas a comer en una casa, al terminar la reunión empieza una especie de negociado para ver qué se hace con las sobras. Tortas, tartas, postres, bebidas, ensaladas, budín o lo que sea, es mucho para los anfitriones y así comienza una distribución que no sigue ningún criterio lógico de reparto.

Consumada la invitación y aceptada la misma, el evento arranca unos días antes, con mensajes a través de «¿en serio, otro «grupo» de what´s app? con el clásico: «¿qué llevo?» (¿Esa es toda tu iniciativa?)

Alrededor de una mesa compuesta por la contribución de los comensales y sus excusas para justificar, lo mucho, lo poco o lo improvisado de su aporte, el esfuerzo se verá directamente reflejado por el efecto de la demanda. Bandejas intactas, algunas por la mitad y otras en las que, diría mi madre, no quedaron ni las migas. Por alguna de las opciones que tenga éxito, sus autores culinarios o intelectuales cobrarán un rato de protagonismo. Unos se ufanan por la receta mientras y los otros por el precio si fue comprada. (Costoso para ostentar generosidad, económico para presumir astucia).

Mientras me dirijo hacia alguna de las tartas del momento, recorre en mi cierta lástima por las que pelean por último puesto. En el camino me siento observado por el impopular contribuyente y así termino comiendo una tarta tricolor que no sabe a nada a pesar de ser la suma de sus tres compuestos. (¿Puede ser que el puerro solo se use para hacer tartas?).

Todo muy rico, todo muy bueno y llegando al final, mientras algunos ayudan a levantar y otros fuerzan la conversación para esquivar los quehaceres, en la cocina empieza una ceremonia por la repartición de las sobras. Alguno de los anfitriones se sorprende por la cantidad de comida e incentiva al resto a llevarse algo para su casa. Los invitados se niegan bajo el argumento: lo comen mañana pero la dueña de casa retruca con: es mucho, se va a poner feo. Sin lograr efecto con no tengo lugar en el freezer, intentará con: no quiero engordar. Y se chocará con un yo tampoco y la conversación se desviará un rato por los caminos de las dietas, el ayuno, el ejercicio, etc. En el mientras tanto, la cocina se va despejando de bandejas y platos y cuando el tema vuelva a ser las sobras, la invitada preguntará, ¿cómo lo llevo?. El pacto se cierra con un: te lo llevas en un tupper y la promesa de devolución del mismo. Siguen apareciendo sobras y la negociación se renueva con cada uno de los invitados.

Todo me venía pareciendo lógico y conocido hasta que de la negociación surge algo en lo que no coincido. En mi cabeza, donde no había ninguna preocupación sobre el tema, de pronto nace uno. «Ojo con lo que se llevan». Porque la ensalada no me importa nada, ni siquiera la probé, pero esa torta estaba muy buena y si no comí más es porque pensé en hacerlo mañana. Y cuando creí que tenía torta para toda la semana, frente a mis ojos veo cómo un cuchillo impaciente parte la torta en cuatro porciones para un lado y una sola para el otro. Veo el tamaño del tupper y mi corazón termina de partirse al comprender que las dimensiones son muy generosas para una sola porción. Ok, solo si mañana me despierto primero, voy a poder desayunar torta.

Pero dejaron todas las bebidas, se defenderá mi mujer mentalmente frente a mi cara de asombro, como si yo tomara agua saborizada light de manzana. Le hubieras dado el budín seco!, será mi argumento. Se puso a jugar a la repostera para ahorrar plata y a cambio se lleva la torta que trajo otro matrimonio que para colmo no vemos casi nunca y voy a tener que esperar un año para volver a probarla. El marido de la repostera sonríe imperceptiblemente, sabe que no solo no tiene que ordenar la que no es su casa, sino que se lleva torta para toda la semana. Y allí no termina la injusticia, porque las aguas saborizadas las trajeron ellos, lo único que él toma y tomó durante toda la velada Te cuidás con esa agüita finamente gasificada, pero no te vas a privar de esa torta.

Estoy viendo el almuerzo de mañana, un poco de carne y algunos chorizos recalentados con una ensalada del día anterior, condimentada. Las hojas marchitas, fermentadas en litros de aceite y alguna reducción moderna de aceto, arderán en mi estomago durante la tarde para intentar apagar con un café y migas del budín que nunca logró ser esponjoso.

La próxima la hacemos en casa dijeron mientras se iban. Dame tiempo a pensar qué llevamos y te juro que sin importar con qué me recibas, vuelvo con mi tupper.

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