La semana iba por la mitad y como todos los miércoles mi mamá, durante la comida, empezó a organizar el final de la misma. Mientras en mi plato de fideos, separaba los «cositos» verdes de la salsa para no llevarlos a mi boca, escuché de la de mi madre que los Peláez nos invitaban a comer un asado el fin de semana. Mi padre, con la mirada perdida y su mente en algún problema de trabajo, movió la cabeza en un gesto incomprensible y después de unos segundos de silencio, con la cara de mi mamá en suspenso, deslizó la respuesta que ella quería escuchar. Si con doce años creo conocer de memoria a mamá, imagino cuánto mejor lo hace mi papá.

Los Peláez son amigos de mis padres desde hace muchos años. Para ser más preciso, Carlos iba al mismo club de barrio que mamá y no puedo contar mucho más, no porque no me interese, sino porque cada vez que se hace mención de aquella época, un cuento lleva a otro y alguien termina cambiando de tema. Y lo que lo convierte en algo todavía más misterioso es la inmediatez con la que el resto suscribe a la nueva temática.

La familia Peláez se completa con sus tres hijos. Carlos, para quien debo ser invisible, Marcela, la mejor amiga de la imbécil de mi hermana y el pequeño Alfredito, la cosa más insoportable de cualquier reunión. Superando a los mosquitos, la humedad y a Rorro, un horrible perro recogido de la calle, quien a pesar de ser ciego, siempre encuentra fácilmente mis huevos para hostigar con su hocico.

El domingo me desperté sin grandes expectativas. Se palpitaba un calor insoportable y mientras desayunaba sentía en mi espalda la energía de mamá que iba de un lado de la casa al otro. Hablaba en voz alta, y repasaba todo lo que «teníamos» que llevar. Junto a la puerta se apilaba una cantidad abundante de bolsos de tela de avión, tuppers, y bolsas de supermercado. Escuché repetidas veces las palabras: toallas, protectores, repelente…

Mi papá leía las noticias en la cabecera de la mesa y por la rigidez de su ceño intuí que serían las mismas de siempre. Mientras tomaba mi chocolatada ensayaba su mismo gesto y me pregunté si habría advertido mi presencia.

Después de que mamá le pidiera por cuarta vez a papá que se fuera a cambiar, me preparé psicológicamente para que la próxima fuera a los gritos. En su defensa, mi padre va tener razón cuando responda que él se cambia en cinco minutos.

De la imbécil de mi hermana no tengo nada para decir, quizás destacar su facilidad para amontonar el celeste, rosa, amarillo, violeta y fucsia en solo dos prendas de vestir.

Una vez en mi cuarto, discutí con mamá. Todavía no entiende que no compartimos los mismos gustos sobre remeras, que no me gusta usar gorro y que con las ojotas me tropiezo fácilmente.

La duración del viaje justificó la cantidad de bolsos que llevábamos; tardamos prácticamente lo mismo que cuando nos vamos de vacaciones. Si bien la distancia es más corta, éramos centenares de autos que eligieron la misma hora para salir en busca de un poco de cielo y verde, más algo que se cocine en una parrilla.

Por alguna razón, en estos viajes, siempre me toca llevar el postre sobre mi falda. Con los dedos pegoteados y las piernas acalambradas de hacer equilibrio con alguna «exquisitez» de la que mi mamá habló durante las últimas cuarenta y ocho horas. Consigo misma, por supuesto.

Habiendo llegado tarde a lo de los Peláez, descubrí tres autos más, estacionados frente a la puerta y descifré que la jornada iba a tener muchos más motivos de frustración de lo imaginado.

Exacerbados gestos de bienvenida nos abrieron la puerta. Abrazos, gritos, chistes estúpidos y repetidos, engalanaron el momento. Debo estar creciendo muy rápido, de todas las frases hechas es la que más escuché. No sé qué esperaban que responda, pero el problema duró poco ya que enseguida perdí sus miradas y los adjetivos se trasladaron hacia  la imbécil de mi hermana. Ella también está creciendo muy rápido, con el agregado, quizás por su hipocresía diplomática, de estar cada día más linda. Se rio como una pavota, agradeció excesivamente y se hizo la desentendida como si no pasara dos horas por día peinándose frente al espejo.

Pasé por la cocina, dejé la torta en el primer mueble horizontal que encuentro y salí a la galería. Mi cachete quedó lleno de transpiración después de saludar al dueño de casa, quien ostentó a mi padre todo lo que había sobre la parrilla, como si esas carnes representaran el tamaño de su hombría.

La mesa se fue llenando de ensaladas como de personas y cuando busque una silla dónde refugiarme para nos saludar a nadie más, descubrí que no había sólo una, sino dos. A unos pocos metros, más pequeña… La mesa de los chicos.

Conformada por sillas de distintos rincones de la casa, vasos plásticos de distintos personajes o princesas de Disney, un bol sin papas fritas y una ardiente jarra de jugo de naranja y acidez, los comensales de esta fastidiosa mesa serían personas de todas las edades y parentescos, lo que aumentaba las probabilidades del fracaso de la comida. La diversidad de edades y gustos difícilmente propusiera una temática de conversación que divirtiera a todos. Algunos no sabían cortar la comida por sí mismos ni apoyar un vaso y dejarlo en pie. Niños aún más pequeños llorarían sin conocer suficientes palabras como para explicar el motivo. Otros comerían sumamente rápido y desaparecerían. Y otros, como yo, serían comensales conscientes de aquella injusticia sin querer estar ahí. No gustaremos de socializar con el resto, ni de ser testigos de los recurrentes berrinches que interpretaría Alfredito. No nos interesaría conocer su habitación, ni sus juguetes y mucho menos nos emocionaría ser todos hinchas del mismo club de fútbol. Manejaríamos un mismo código en silencio y eso ni siquiera nos motivaría a relacionarnos entre nosotros. Miraríamos de reojo y con mala cara a nuestros padres, quienes fingirían no darse cuenta de la situación.

Pasó el tiempo y la potes con papas fritas de paquete. Los chicos primero y nos sirvieron patys. No disfruto de una entraña como aquel señor de antojos negros en la frente, pero si ellos no comieron hamburguesas siendo casi ¡las tres de la tarde! fue porque en minutos más tarde salió algo muchísimo más rico.

Los «grandes» conversaron, rieron y aplaudieron las mismas anécdotas de siempre. Festejaron el sabor del vino, se ufanaron del precio y se pusieron serios para hablar de la variedad de la uva. Se sirvieron más y más cortes de carne, tuvieron todos los condimentos en su mesa y hasta un balde de hielo para sus bebidas. A todo le pusieron la sal que no nos dejan usar y lo que me irrita aún más es que, varias veces, durante la comida menciono los problemas, traumas o defectos de sus hijos y lo excelentes padres que son para resolverlo.

En mi «mesa», la imbécil de mi hermana ofició de maestra de ceremonias. Dirigió la conversación hacia los temas donde se siente más cómodo su ego. Propuso dinámicas a las que estas personalidades sumisas se apegaron y cumplieron al pie de la letra, el guión que esta desquiciada propone.

Después de comer y sin poder meterme a la pileta hasta que ellos terminaran, esperé sentado a que no pasara nada. Después de tantos eventos como este, algo debo haber aprendido ya que cuando alguien gritó: hay helado, no me ilusioné con dulce de leche granizado o banana split, sino que estiré la mano para que me revolearan un palito de agua derretido. Alfredito iba por el quinto cuando vi aparecer a la imbécil de mi hermana con una caja llena de hilos y bolitas, junto a un cartel que promociona la venta de pulseras. Razón por la que mi mente deseó ahogarla en la pileta, razón por la que al menos desapareció por un par de horas junto a los zombis que festejaban todos sus chistes.

Me senté al borde de la pileta y mi reflejo en el agua validó lo que pasaba por mi cabeza. —¿No te metés? —me preguntó una señora que, desde hacía dos horas, seguía a un bebé que ponía en peligro su vida a cada paso. Cuando me di vuelta para responderle, el sol no me permitía mirarla a la cara. Con los ojos casi cerrados, la cabeza hacia arriba y seguramente con una expresión de idiota no encontré palabras para explicarle la falta de sentido, con doce años, de meterme a una pileta, solo. Hice el intento de volver a mis pensamientos, pero me sentí observado. Como si no tuviera pocos problemas en qué pensar, mi orgullo me sugirió que la señora debió pensar que no sabía nadar. Con el objetivo de aclarar este malentendido, decidí responder a mi ego. Me levantaría, daría unos pasos sobre el borde me luciría con un excelente clavado y luego nadaría hasta la otra punta de la pileta sin respirar. Lo que pasó es que una vez en el agua, choqué mi cabeza contra el fondo. Pues la pileta no tenía parte honda en ninguna de sus partes y con un sordo dolor debajo del agua nadé como puedo hasta el borde. Hice trampa en los últimos centímetros y saqué la cabeza rápidamente para atragantarme con una bocanada de aire.

La señora ni siquiera estaba  y cuando creo haber esquivado el papelón, giré hacia la escalera y sentada sobre la misma vi una chica que antes no estaba. Dos o tres años más grande que yo y lo suficientemente linda como para dejarme completamente inmóvil. No me animé a salir por las escaleras ni a seguir nadando. Me dolía la cabeza por el golpe y, si no hubiera habido nadie, me habría gustado ir llorando a los brazos de mi mamá.

¿Querés pasar? me preguntó la chica que no sé su nombre ni cómo llegó hasta ahí. Afirmé con la cabeza y me acerqué lentamente hacia ella. Quise dar brazadas, pero si metía la cabeza dentro del agua iba a ver mi cara de idiota cuando saliera a tomar aire. Entonces fui dando pequeños saltitos y demoré mucho más de lo que hubiera quisiera. La tensión en mi mente crecía en cada brinco. Su espera me desesperaba y en el mientras tanto no supe qué decir ni hacia dónde mirar. Ella no borraba su sonrisa. Como si leyera mi mente sonrío pero no descubro si le di gracia o lástima. Mi  parte más ingenua se pregunta si fue porque le gusto, pero mi parte autocrítica se ríe a carcajadas llena de argumentos. Agradecé, si es de ternura, me consuelo y con eso no alcanza ni para no sentirme mal. Llegué, por fin, al borde y mientras subía los escalones, una brisa de perfume sorprendió mi corazón tanto, que pegué un salto e hice que mis manos casi resbalen y tropiece llegando al final. Ella me agarró del brazo y me preguntó: ¿Estás bien? No fue solo su perfume sino también su aliento. Un aura que iluminaba su pelo y una mirada que no es de esta tierra inundaron mi cabeza y arrastraron todos mis pensamientos dejando la respuesta en manos de mi completa sinceridad: Te amo. Su reacción llegó antes que la mía. Mi razón estaba desorientada, aplastada, vencida. ¡Qué amor! fueron sus palabras y me ayudó a terminar de salir de la pileta.

Pasaron cuatro días de aquella tarde. Desde entonces, mi razón y mi corazón no se ponen de acuerdo con el significado de aquella frase. Repaso en mi cabeza el tono. La duración. El acento en la é. La cantidad de erres. ¿Fue una sola, fueron tres? Todas las partes de mi cuerpo coinciden que, de haber sido más de una, quizás no deba ilusionarme. Intento recordar la posición de sus cejas, ¿qué hizo con las manos? Por momentos creo que se llevó una al pecho, por momentos tengo la ilusión de que se mordió el labio y así empieza una nueva discusión en mi cabeza.

Hay una pequeña parte de mí, que aparece poco, pero cuando lo hace, deja muda a todas las demás. Me pregunta si creo posible que una chica de esa edad pueda enamorarse de alguien tres años más chico. Pierdo el tiempo agarrado a esta minúscula posibilidad y hago una rápida regla de tres simple. Juego todas mis fichas a que dentro de… ¿diez años?, tres de diferencia no es diferencia. ¿Realmente son tres años? ¿Y si son dos? Yo soy de diciembre, capaz ella es de junio y es uno y medio.

Armé distintas estrategias para averiguar quién es, sin tener que preguntárselo directamente a mis padres. Tomé recaudos para que la imbécil de mi hermana no descubra mis intenciones. (Lo imbécil no quita lo inteligente). Diversas preguntas indirectas no me llevaron a ningún lado más a escuchar a mis padre peleando.

Repaso en mi cabeza quiénes estaban invitados. No puedo hacer conexiones ni encontrar parecidos. ¿Sería una prima de los chicos? ¿Una vecina?

No sé cuándo volveré a verla, imagino que para volver a visitar a los Peláez pueden faltar varias semanas. Encima ya termina el verano. Cada tanto, durante las cenas, menciono a Alfredito como para mantener el vínculo presente.

Pesimista como soy, no creo volver a verla, pero tengo algo que me ayuda a pasar los días. Ayer estuve buscando su olor entre los perfumes de la imbécil de mi hermana. Para mi sorpresa di con la fragancia. Coloqué un tanto en una de mis remeras. Escucho otra vez a mis padres discutir en su dormitorio. Me acuesto, abrazo y huelo mi remera. Veo a mi chica en mis pensamientos.