¿Dónde está Juanito? ¡Acá tá! ¿Dónde está Juanito? ¡Acá tá! ¿Habrá empezado así, para que me gustara tanto jugar a las escondidas? ¿De sentir el amor de mi madre al buscarme?
Lo cierto es que un par de años después, no recuerdo si me explicaron las reglas o por imitación, aprendí un maravilloso juego que hace una gran cantidad de años que no practico y ahora me estoy preguntando, por qué.
La escondida. Un juego muy popular entre niños, que generaba en mí una adrenalina difícil de describir, pero que vale la pena el intento. La misma se activaba en el instante en que un conjuntos de niños y niñas (podía estar conformado por amigos, hermanos, vecinos y/o primos) y yo, salíamos corriendo enérgicamente al comenzar un conteo en voz muy alta de un niño o niña, parado frente a un árbol, poste o pared, apoyando su frente sobre el antebrazo, justamente contra aquel árbol, poste o pared. Mientras durara el conteo, nuestro objetivo era encontrar rápidamente, no solo un lugar que borre nuestra presencia, sino que esquive toda imaginación del infante que, una vez que terminara de contar se convertiría en un buscador de otros niños. No creo que tenga sentido explicar el reglamento, intuyo que la gran mayoría debe haberlo jugado al menos una vez, pero sí me gustaría compartir algunas reflexiones a la distancia.
El lugar escogido como escondite, idealmente no debía estar muy alejado del punto de se cantaba «pica», puesto que una gran distancia, dificultaba las probabilidades de picar antes que el buscador. Empezando por esta recomendación, sumadas a tantas otras, resultaban ser demasiadas variables para una ecuación que debía resolverse en cuestión de unos pocos segundos. Otra de las posibilidades a contemplar era llegar a un escondite antes que el resto de los compañeros, o considerar compartirlo. Y ojalá fuera suficiente el espacio para poder hacerlo con dos o tres compas. Más personas, era un suicidio en masa. Recuerdo estar corriendo hacia determinado lugar y en la carrera descubrir mis intenciones en algún otro. Mientras íbamos descubriendo que el objetivo era común, nos medíamos con ciertos gestos para ver quién desistía y buscaba otro escondite. Podía pasar también, que al llegar a ese ingenioso rincón uno casi muera de un susto al encontrar otro escondido que llegó primero. Este pequeño refugiado aguardaba en silencio con una sonrisa muda. Abrazado a sus rodillas intentando ocultar la punta de sus pies que, asomados cortaban la línea recta del horizonte. Al advertir mi presencia, este adelantado me echaba en silencio dando cabezazos al aire. La decepción atormentaba brutalmente mi cabeza, pues no solo no tenía escondite, sino que contaba con menos tiempo para encontrar otro. Y debía ser dentro de los pocos metros del lugar donde me encontraba. Ya no disponía de toda esa plaza, jardín o patio. Debía conformarme con agacharme y pararme firme detrás de un poste de luz. Imposible no ser fácilmente descubierto. Para esos casos existía una estrategia poco común. Muy arriesgada, pero de un volumen de adrenalina no apto para cualquiera. No existiría un nombre para dicha táctica, pero si tuviera que bautizarla siendo adulto, la llamaría la escondida nómade. Básicamente consistía en moverse en tiempo real, fuera del campo de visión de quién cuenta. Debajo de un tobogán, detrás de un árbol, de lo que sea. De un lado al otro. Mientras el buscador buscaba, uno corría itinerantemente de un pésimo escondite a otro hasta que el enemigo estaba lo suficientemente alejado del punto “pica” y si me descubría podría ganarle en velocidad. Así entonces, se convertía en una Carrera dentro de La Escondida. Algunos avivados aprovechaban esta distracción para mejorar su escondite o correr también a picar.
No podría decir cuánto duraba el juego. A esa edad, por suerte no había consciencia de tiempo. Duraba hasta el llamado o grito de una madre. Ni siquiera la luz lograría detener el juego, sino que nos escondía aún más. Tal vez alguno de los participantes nunca aparecía y todos dábamos por supuesto que en algún momento lo agarró la madre y lo arrastró para la casa. Si no lo finalizaba un adulto para ir a tomar la leche, porque era de noche o que hacía frío para estar afuera, el juego terminaba casi de repente. O el juego mutaba en otro juego.
No recuerdo que alguien se enojara cuando era descubierto. El juego es tan perfectamente inocente que no importaba perder. Incluso los que ya habían picado o sido picados, esperaban divertidos la conclusión de la ronda. Era excitante presenciar el desenlace. Algunos daban pistas verdaderas o falsas al que buscaba. Hacían señas a los escondidos para que aprovecharan la oportunidad de salir. Pero había un factor extra que hacía que todos permaneciéramos comprometidos con la ronda hasta el final. Un gran cierre cargado de mucha emoción. El tan gritado y celebrado “pica para todos los compas”. Esta intrépida persona que supo encontrar un buen escondite, manejar su ansiedad, debía abandonar su escondite y picar por todos sus compañeros. Su responsabilidad y determinación dejaba a Don José de San Martín, Libertador de América, como un simple jinete. Los espectadores seguían su trayectoria en un relativo silencio, conteniendo su júbilo y dando histriónicos saltos de victoria, los que anoticiaban al buscador de su yerro en las coordinadas de rastreo. En un espasmo de consciencia, este ponía todo su ser en marcha para evitar lo más temido del juego, tener que contar de nuevo.
Sea cual fuere el resultado, había risas, aplausos, abrazo y alguna queja perdida. La adrenalina volvía a cero hasta que todos se disponían para volver a empezar. Otra vez y mil veces el vértigo corría cómo y dentro de nosotros.
Sin darnos cuenta, años después, sin saber cuántos, ni cuándo, ni por qué, dejamos de jugar a las escondidas. Estoy convencido de que no solo nos regaló grandes momentos, sino que también nos dejó grandes enseñanzas. Si no podemos verlas, es porque están escondidas, deberíamos buscarlas. Siete, ocho, nueve, diez. Punto y coma, el que no se escondió, se embroma.
Deja una respuesta