Miles de infortunios e imprevistos se cruzaron frente a mi camino. Todos ellos antes y mientras emprendía el mismo. Haciendo de las suyas, una vieja conocida para mí, mi mala suerte. Ya ni siquiera la padezco como si fuera un problema, sino más bien como un dato. Contra mis deseos, pero la abrazo, convivo con ella. Cada tanto reímos juntos, de mí. Dato en mano, salí con tiempo y hasta con algunos minutos extra. Los pesimistas tenemos este acto reflejo de supervivencia. Pero hasta los que todavía somos puntuales, alguna exceptuada vez, no lo somos. No vale la pena aburrirnos con el por qué, no quiero demorar la historia que ya sí demoré. La cosa es que inundado de mal humor y sudor, habiendo revoleado improperios hacia toda persona, obstáculo y capricho del destino, llego. Con un torpe y estéril trote, llego.
Y ¿con qué me choco para coronar mi desatino? ¿A qué me expongo esta noche, cita o encuentro? A lo que todavía no empezó, pero ya empieza mal. A lo que sí era predecible… A un comentario que pretende ser ¿gracioso?, ¿oportuno?, ¿pícaro? o lo que menos es, «ocurrente». El portador de la siguiente frase, empoderado entre el resto de los presentes, con tonto sarcasmo, me arroja: – ¡Llegá cuando quieras, eh!
La carcajada generalizada me golpea aún más: la paciencia, el orgullo, el amor propio y opaca todo mi ser. Tu acusación, no solo carece de originalidad, no solo carece de gracia, sino que ni siquiera es cierta. Porque yo quise llegar en el horario pactado. Entiendo que puede ser profunda la siguiente pregunta en contraste con tu superficialidad, pero… ¿quién podría querer llegar tarde? Dejá, hacé de cuenta que no te hice esa pregunta.
Igual… tranquilo que no estás solo. Te ensalzan todos aquellos que, además de reírse, van a elucubrar iluminados argumentos del tipo – ¡Claro, total nosotros no tenemos nada que hacer, eh! No, ya veo que no. Si así fuera, hasta quizás hubieras pensado un mejor «chiste».
Lo que me deprime, lo que desmorona todas mis esperanzas de que este mundo sea alguna vez un espacio un poco más cómodo para personas medianamente pensantes, es el hecho de que este tipo pueda creerse gracioso. Por supuesto, no respondo, ¿qué se podría yo decir, como para que se desdiga? Porque cualquier explicación que ofrezca, va a ser asestada por otra catarata de estupideces en mi contra. Ensayemos un ejemplo; si yo llegara a decir… – Me retrasó algo del trabajo, su respuesta va a ser -No, si nosotros no trabajamos… Pero por supuesto que trabajan, mi querido compañero. No fue eso lo que dije, sino que es mi trabajo lo que me demoró a mí. Mi trabajo, que no es el tuyo y ya sé que tenés. El que hoy no te causó ninguna demora o contratiempo.
Incluso, en la pesada lista de comentarios insufribles para mi paciencia, se puede llegar a escuchar que algún pavote me endosa lo que tal vez sean sus fantasías jamás cumplidas. – Dale… ¿con quién estabas, eh? – Con tu vieja, debería ser mi respuesta, pero como no me sale descender a su altura, respondo honesta e insistentemente que realmente estaba trabajando. Me siento incómodo, me enojo un poco (más) por la presión que este grupo de fanáticos del humor adolescente ejerce sobre mí. Y lejos de responder tajante, manifestando correcta y contundentemente las disculpas del caso, empiezo a balbucear argumentos que funcionan como excusas. Cuento los pormenores de mi retraso y continúo dándole de comer a las bestias para que vomiten más y más burlas. – No bueno, es que estoy con un proyecto muy grande, muy complicado. – ¡ Ay, pero ¿qué te hacés el importante?!, la pregunta retórica de quién complete el álbum de idiotas que me acompañan hoy. Y sin ningún rastro en mí de humor, voy a ser víctima y protagonista del resto de las bromas durante esta divina velada.
Teniendo por primera vez razón, en adelante van reprobar mi «mala onda» y hasta traerán al presente viejos argumentos contra mi persona. Y cuando menos lo espero, me salva una llegada aún más tarde que la mía. La de otra pobre víctima de algún imprevisto o error de cálculo. Pero para mi desgracia y en sintonía con mi mala suerte, este último individuo en realidad es un impuntual serial, por lo que goza de total impunidad y se vale de una aceitada maquinaria de respuestas sólidas y divertidas que suavizan o justifican su falta de empatía hacia los demás llegando otra vez tarde. Todas las miradas vuelven a mí, quien indefenso, agacho la mirada y dejo que su errónea percepción de lo que es gracioso se siga alimentando de mi razón. Lo más triste es que, no solo no llego cuando quiero, sino que tampoco me voy cuando quiero. Porque si me voy ahora, que es cuándo quisiera, van a decir que lo hago por estar enojado. Y esta vez sí van a tener razón, pero si algo me falta en este día es tener que dejarla en manos de cualquiera. ¡Qué no se corte, la próxima avisen, que ni vengo!
Deja una respuesta